miércoles, octubre 10, 2007

La Muerte de Chatterton


Chatterton se suicidó en Londres la noche del 24 de agosto de 1770; había nacido en Bristol dieciocho años antes. Ese breve período, ocupado por altas dosis de poesía romántica ignorada, bastó para que se diera por vencido. Mucho menos tiempo del que tardó uno en deprimirse por primera vez, pero entonces todo pasaba más rápido que ahora, pese a la tan difundida impresión contraria. La idea de un poeta brillante que se mata joven no era nueva entonces ni es vieja ahora; es una receta perenne cuya persistencia se asienta en la eficacia de cada uno de los ingredientes que componen el coktail (¡poeta! ¡joven! ¡muerto!) tanto como en el alivio de muchos y la identificacion desconsolada de otros, a quienes también alivia, de algún modo. Los hubo y habrá más chantas (como Basquiat), más pelotudos (como Jim Morrison), más brutos (como Cobain), pero todos sufren, todos quieren otra cosa que no es esto. Todos se van antes o después de comprobar que no hay otra cosa que esto, y ninguno llega a entender que comprobar que no hay otra cosa que esto no es motivo ni excusa (al menos no una buena excusa) para dejar de querer aquella otra cosa que no es esto. Psicoanálisis, se llama —no se había inventado en la época de Chatterton y sigue sin inventarse en los Estados Unidos, pese a esfuerzos periódicos de locales y extranjeros.

Pasaron casi diez años de la muerte de Kurt Cobain, pero comentarios como el del cuadro de Sandow Birk (arriba) siguen irritando/indignando a quienes sólo pueden/quieren ver a Chatterton en todas partes. La efigie del Che Guevara hasta en los paquetes de caldito Knorr no es más que una expresión más de esto mismo; la romantización Kirchnerista de los setenta lo sería también si pudiéramos hablar de la lucha armada en los mismos términos (pero no se puede, así que habrá que obviar la versión social, por ahora). No estoy inventando la rueda, claro. Lawrence de Arabia, Rimbaud, Nick Drake —cada uno tiene su inmolado favorito y lleva su foto invisible en la billetera como memento de todo lo que hay que evitar, o tal vez (dependiendo de la edad de uno y de su disposición personal) de que inmolarse es admirable, un ejemplo a seguir. Así como quienes ocupan este segundo grupo no piensan o piensan mal, yo tiendo a pensar que mi pertenencia al primero es monolítica. Pero probablemente sea un error, al menos en el sentido de que, por sólida que sea, mi convicción de que inmolarse es una mierda no está, estrictamente, hecha de una sola piedra.

Hace dos meses apareció un tipo, Nick Groom, en el pueblo natal de Chatterton, con evidencia de que el ícono romántico no se suicidó un carajo. Groom no es sólo vecino de Chatterton sino también un académico un tanto obsesivo, como los de la Arcadia de Stoppard, que se encerró años a leer sobre la vida de Chatterton, su estado financiero, lo que decía la gente en el Bristol de entonces (que era una ciudad bastante chica), las notas de suicidio que hoy están definitivamente confirmadas como falsas. Parece que Chatterton no estaba ni remotamente en la miseria, había publicado más que muchos de sus contemporáneos y la pasaba, en general, bastante bien. Tan bien que tenia sífilis, la cual intentaba curarse con el arsénico que tomó la noche del 24 de agosto. Tan bien que ni siquiera esa noche se privó de las pepitas de opio cotidianas que, en combinación con el arsénico, lo dejaron en la cama para siempre en una postura que seguramente era más parecida a la que describe Stringfellow que a la del cuadro.

Uno nunca sabe del todo lo que le pasa a los demás. No importa cuánto aceitemos nuestra percepción, cuántas vueltas demos sobre lo que creemos haber visto (ni hablar de lo que no vimos), la franja de misterio en los motivos que conducen a cada decisión definitiva es cien veces más grande de lo que tendemos a imaginar. Sobre todo porque las decisiones definitivas no suelen ser una sola, y cuando son una sola no suelen ser decisiones. Son movimientos más o menos incontrolables, más o menos reflejos, como cuando uno en la ruta reacciona ante el auto que se le viene encima, sin la más mínima posibilidad de percatarse de que el auto que se le viene encima es, también, producto de la suma de decisiones anteriores que no incluían, ni remotamente, al auto en la ecuación. Por eso es más posible escuchar el último disco de Elliott Smith por segunda vez, y más posible (menos doloroso, digo) escucharlo por tercera vez, and so on.

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